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Fuera de sí por la rabia, decidió hacer pagar a los judíos la humillación que le habían causado los persas al ponerlo en fuga. Por este motivo ordenó al conductor del carro que avanzara sin descanso hasta terminar el viaje.

Pero el juicio de Dios lo seguía. En su arrogancia, Antíoco había dicho: «Cuando llegue a Jerusalén, convertiré la ciudad en cementerio de los judíos.» Pero el Señor Dios de Israel, que todo lo ve, lo castigó con un mal incurable e invisible: apenas había dicho estas palabras, le vino un dolor de vientre que con nada se le pasaba, y un fuerte cólico le atacó los intestinos. Esto fue un justo castigo para quien, con tantas y tan refinadas torturas, había atormentado en el vientre a los demás.

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